domingo, 8 de febrero de 2009

DESTERRADO





DESTERRADO


Aquí distante de mi amada tierra,

paso mis días desterrado y solo

como un sobreviviente de la guerra,


y a solas, de mis sueños extrapolo

la lucha melancólica del inca,

y el ánima bucólica del cholo.





La noche de silencio que se afinca

sobre la ya lejana cordillera,

devela el sentimiento que se intrinca


cuando al partir, nos dice la frontera,

que un paso más allá no habrá retorno,

para el andar doliente del linyera.



¡Que triste se ve entonces el contorno!

Tan lúgubres las voces del futuro,

como las sepulturas sin adorno


que al soplo del invierno frío y duro,

apenas mal cobijan esos huesos

que yacen olvidados en lo oscuro.



Y aquellos que murieron inconfesos

ante la mano fiera del tirano,

hoy turban la razón de los que ilesos


dejamos muy atrás el meridiano,

buscando en la distancia una respuesta

que nunca conseguimos del arcano.



¡Cuanta sangre febril brotó en la apuesta!

¿Cuánto sufrió la gente? Mucho ¡Mucho!

porque tras la opresión, como respuesta


el recio campesino larguirucho,

gritando rebelión se alzó en batalla,

desde la fría pampa de Ayacucho.



Sabiendo vislumbrar lo que se calla,

el pobre, aun con ser analfabeto,

revira ante la infamia y se amuralla,


pues hambre no se sufre por decreto,

violencia no se impone por derecho,

ni el oro da licencia de alfabeto.



Dejamos un Perú triste y maltrecho,

ahíto en el ascenso y la caída,

del luto por aquel que puso el pecho,


dispuesto por la rabia contenida,

a matar o morir para ser libre

y no ser explotado de por vida.



A fe, no puede haber quien equilibre

razón, para el alzado y el guerrero;

igual es el dolor en su calibre


para el burgués, soberbio y altanero,

para el pueblo, que es cuna del soldado,

y para el despiadado guerrillero.



Por ya quinientos años despreciado

el indio, se hizo en armas, insurgente

en contra del patrón y el hacendado,


terciado de un rencor tan inclemente,

que no supo mirar del enemigo

la faz, sin embestir al inocente.



Allí, tanto estudiante fue testigo

del fuego y contrafuego fraticida,

que se sintió hermanado en el castigo


y fue también puntal de la embestida:

funesta reacción de los cautivos

ante aquella nación desprevenida.



Hoy somos más que ausentes fugitivos,

culpables, como mandos encubiertos

que aun, sin manejar los explosivos,


tornamos a los hombres inexpertos,

en fieras anhelantes de venganza

y al mundo los horrores descubiertos

quedaron y al final en la balanza,

nosotros, sin morir ¡Estamos muertos!


Juan Carlos Hidalgo Antigoni


KARIM

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